Entrevistas

El primer avión en 1934

El primer avión en 1934

En los años treinta, el Líbano era un municipio pequeño, tranquilo, con mañanas soleadas, sus gentes cumplían con sus labores diarias, se levantaban muy temprano a iniciar su trabajo en la tierra, sus negocios o a enjalmar las mulas para trasladar las maderas a sus aserríos. Todos los días transcurrían en completa calma.

A las doce del mediodía se cerraba el comercio para ir a almorzar, el pueblo quedaba solo, como paralizado totalmente, muy pocas personas caminaban por sus calles. Únicamente se escuchaban los sonidos de los loros y las cacatúas entre los arbustos o el canto de algunos pájaros pequeños de distintos colores que anidaban en los árboles del pueblo, lo cual le daba un aspecto fantasmagórico a esa hora del mediodía.

¿Fantasmagórico o demasiado tranquilo? Allí nadie parecía tener apuro por nada, solo el ritmo diario del pueblo que era diferente a otras ciudades, en donde a todo momento se vive con zozobra. La gente del Líbano era diferente hasta en la forma de vestir, de hablar; su acento paisa, su amabilidad y sus costumbres llevadas de Antioquia.

El sábado 26 de mayo de 1934, día de mercado, las calles se encontraban colmadas de personas aprovisionándose de alimentos para la semana, todo el comercio se encontraba en plena acción, cuando en horas de la tarde tuvo lugar un acontecimiento nunca esperado por los libanenses, en el sitio denominado Dagober, ubicado en lo que fue el peladero, hoy Centro Universitario, Institución Educativa Isidro Parra y la piscina Villa-Arango. El lugar era un potrero muy grande, al que llamaban mangón, donde existían pocos árboles, una pequeña laguna sin cerco y estaba destinado a pastar varios animales.

Nadie se imaginaba que este sitio se convertiría en el primer aeropuerto del Líbano, al descender allí un pequeño avión tripulado por dos personas. Fue un aterrizaje forzoso por falta de combustible.

La aeronave apareció en los cielos esa tarde, escuchándose un estruendo nunca oído. Al mirar hacia arriba, la gente encontró un aparato raro dando vueltas, volando muy bajo y con un ruido sin igual. Acto seguido, se llenaron de júbilo y salieron a las calles gritando, con sus hijos a rastras, para divisar el espectáculo. Las personas dejaban sus negocios solos, lo único que les importaba era ver esa nave que llegaba de los cielos. Se preguntaban: “¿Qué lo hacía volar? ¿Quién construyó un aparato de esos? ¿Qué traerá por dentro? ¿Cómo lo harían?” Lo siguieron con la mirada hasta que varias personas empezaron a gritar: “¡Se cayó, se cayó! allá en la parte de arriba del pueblo”. La gente corrió sin pensar en nada, pues muy pocos conocían un avión. El pueblo quedó desocupado. Todos se dirigieron hacia el mangón Dagober y no podían reprimir su emoción.

Al llegar al sitio encontraron a dos hombres al lado del avión quienes se identificaron como capitán Cuéllar Vargas y capitán Cotrino, y dijeron que se habían quedado sin gasolina. No les había pasado nada, eran pilotos calculadores, con nervios de acero, tenían uniforme negro, pasamontañas, gafas de conductor de moto, chaqueta, pantalones apretados y botas en cuero.

El avión tenía unas averías que serían reparadas en esos días. Era pequeño, al parecer de la Primera Guerra Mundial, construido en madera como material principal de sus alas, tela de lino o lona gruesa dotada de líquido inflamable para darle dureza necesaria para formar la superficie del ala, cables de acero, con materiales primitivos.

La gente se encontraba muy contenta, todos querían tocar a los pilotos y tenerlos de invitados en sus casas. Fueron llevados al pueblo en hombros y tratados como seres de otro mundo o, por qué no decirlo, considerados como héroes. Bajaron por la calle real hasta el centro del pueblo, donde fueron atendidos como reyes, todos querían hacerles preguntas. Fue un acontecimiento extraordinario, de fiesta, por espacio de aproximadamente seis días, mientras llevaban la gasolina desde la base aérea de Palanquero.

En esa base quedaba una inmensa hacienda casi selvática cubierta de maleza y bañada por la afluencia del extenso e imponente río Magdalena, cerca de las poblaciones de La Dorada y Puerto Salgar en Cundinamarca. Varias personas del municipio fueron enviadas a conseguir la gasolina en dos canecas o cantinas donde los campesinos cargaban la leche.

Mientras tanto, los pobladores gozaban por tener a los dos héroes en sus casas. Desayunaban en un lugar, almorzaban y comían en otro, todos querían ser anfitriones. Algunas personas se estaban el día y la noche al frente del avión ya que era un aparato muy raro para los habitantes; lo tocaban, era tanta la aglomeración que la policía tuvo que cuidarlo y poner orden.

Después de seis días llegó la gasolina, se llenó el tanque del avión y los pilotos efectuaron las reparaciones necesarias y los chequeos de los instrumentos. Algunas de las personas del pueblo les ayudaron a ponerse los equipos, mientras que otras arreglaron el sitio con maderos traídos de las fincas cercanas, haciendo una especie de pista. Para ello, cortaron pequeños árboles y matorrales, retiraron las piedras, y ubicaron el avión en dirección a la calle de La Pedrera que era la única forma de poder levantar vuelo. Allí estaba todo el pueblo presente.

 Una vez dieron los agradecimientos a los habitantes del Líbano, los pilotos subieron a la cabina, encendieron el motor, avanzaron por la pista improvisada y tras acelerar para el despegue haciendo signos de victoria y deseándole suerte a todos los libanenses, la aeronave decoló, dio un sobrevuelo por el caserío y se fue. Los habitantes sonreían al ver volar de nuevo ese aparato de madera, lona y cables oxidados. Pero después llegaron las lágrimas por la ausencia del aeroplano y sus tripulantes.

El avión voló hacia Flandes para cargar más combustible, hacer las reparaciones del caso y seguir rumbo a Cali que era el sitio de destino. La gente contenta se retiró a sus casas y negocios, comentando con agrado la historia del primer avión, cuyos pilotos siempre serán recordados como los primeros hombres que pisaron tierras libanenses en un aparato nunca antes visto, y que, a pesar de ser hecho de cables oxidados, madera y tela, podía volar. Lo único que se escuchaba era la frase: “¡Eh avemaría, qué hombres tan verracos!”.

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