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84 días de encierro

84 días de encierro

“Alguien debió haber calumniado a Josef K., porque sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido”. Así comienza El Proceso, la novela de Kafka y como a su protagonista, también he sido condenado al encierro sin haber cometido ningún delito. Ya llevo 84 días encerrado. Son más de dos mil horas, más de 120 mil minutos. Paso la mayor parte del tiempo frente al computador, intentando arrancarle noticias, canciones, poemas, artículos académicos, trabajos de mis alumnos, todo en un intento inútil por ganarle la carrera al tiempo. Pero los segundos caen como en un reloj de arena enterrándome en la incertidumbre

De noche, las calles son extrañamente silenciosas. Incluso he llegado a extrañar los carros con su música a todo volumen y hasta las risas de alguna fiesta vecina. Justo ahora, sólo se escuchan un par de perros ladrando a lo lejos y el concierto de los grillos del parque Centenario.

Dicen que ya me van a soltar y tengo miedo. Miedo de que cuando las puertas se abran, ya no quiera volver a salir a la calle, que el virus, que el maldito virus está en todas partes, que el número de contagios se está duplicando, que viene el pico de la curva, que viene. Y tengo miedo, lo confieso. Pero quiero salir. No quiero pasarme la vida contando contagiados y muertos y recuperados. Ya no quiero saber si se aplanó la curva, no quiero leer más noticias de las necesidades de la gente, de la corrupción, de la hipocresía y la doble moral de quienes gobiernan la vida. No más. Quiero salir a la calle y ver cómo carajos vamos a reemprender el camino y el tiempo perdido. No creo mucho en eso de que seremos mejores, pero vale la pena intentarlo. 

Sentir la ausencia de los que amamos y a quienes sólo escuchamos por teléfono o en las videoconferencias que se hicieron famosas al inicio del encierro, y que ahora son cada vez más escasas, fue nuestra mayor condena. Como en las últimas líneas de El Proceso: “Pero las manos de uno de los caballeros se posaban sobre la garganta de K. mientras el otro le clavaba el cuchillo hasta lo más hondo del corazón y lo hacía girar en él dos veces”. Eso he sentido. La soledad, afilada por la falta de los abrazos, de los encuentros casuales, del café de la esquina, afilada por la ausencia, nos ha herido a todos. 

Pero no es el final del camino. Se acerca la hora de salir. No se si sea para inaugurar los tiempos de los abrazos, pero sí será el momento de sacarle el cuerpo a la tragedia de los días que pasan y enfrentar con esperanza el futuro. Con esperanza y solidaridad. Con amor. No se. No se si se trata de reinventarnos, de adaptarnos, de la famosa resiliencia de la que hablan los sicólogos y los motivadores y entrenadores personales. En el fondo, creo que se trata de volver a vivir. De encontrar en los otros, una razón para estar juntos, una razón para salir adelante juntos, una razón para reencontrar nuestra propia humanidad.  

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