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El Cerro Machín, un ascenso mágico contado desde los sentidos

El Cerro Machín, un ascenso mágico contado desde los sentidos

Por: Juan Sebastian Giraldo Guzmán


El frío arreciaba en la mañana de Cajamarca. Las manecillas del reloj de la Parroquia San Miguel de Perdomo marcaron las 7:30 a.m. cuando nos dirigimos a la oficina de Cootracaime, ubicada detrás de la iglesia, donde podíamos conseguir información acerca de la ruta que llevaba al Cerro Machín.

El Cerro Machín es un volcán de tipo anillo piroclástico, su diámetro es de aproximadamente 2.4 km. Según los expertos, en caso de hacer erupción, el material arrojado alcanzaría entre 20 y 40 km de altura, afectando alrededor de un millón de personas en Tolima, Quindío y Cundinamarca.

“Se prenden las alarmas por actividad volcánica en el Cerro Machín” titulaban los medios locales hace unos días. Un movimiento telúrico en el volcán hizo que su nombre apareciera en la tapa de muchos diarios. El miedo en Ibagué era lógico, solo 17 km separaban a más de 500 mil personas de uno de los volcanes más peligrosos del país. A pesar de ello, nosotros ya habíamos negociado en Cootracaime para que nos llevaran hasta el Machín, que en esos momentos se encontraba en alerta amarilla. 

Don William sería el encargado de llevarnos hasta el cráter del volcán; sin embargo, un derrumbe en la vía hacia Toche fue la excusa perfecta para tomar asiento, pedir un chocolate y acompañarlo de un pan con forma de tortuga, un horneado muy característico de la población cajamarquina.

Una hora transcurrió sentados en aquella panadería. La señora que atendía, al vernos tiritando de frío, no dejaba de preguntar si queríamos otra taza de chocolate. Mientras tanto en aquel lugar, se sintonizaba Machín Estéreo, una emisora creada con el fin de alertar a los ciudadanos de Cajamarca, Anaime y Toche sobre la actividad volcánica del Cerro Machín, pero que con el tiempo tomó un rumbo cultural y educativo. En ese momento sonaba Jorge Velosa; al ritmo de una carranga, nos despedimos de la señora y embarcamos rumbo a Toche con don William.

¿Ustedes planeaban venirse por aquí en un carro bajito? — preguntó don William.
Ese era el plan en un principio— le respondí.
No, chino. En temporada de invierno no se puede venir uno en carro bajito, eso es hacerle mal al carro, sale más caro el caldo que los huevos.

La doble tracción de la camioneta carpada fue necesaria para rodear la montaña y poder subir al volcán. Observábamos a lo lejos el municipio de Cajamarca que se iba haciendo cada vez más pequeño, perdiéndose entre el verde de las montañas, el azul del cielo y el blanco de las nubes.

Dos horas y media más tarde, cruzamos la entrada del corregimiento de Toche para estirar las piernas, tomar un tinto y conocer el pueblo. Toche tiene unas cuatro o cinco cuadras, casas con fachadas coloniales, ubicadas a lado y lado de un camino semiempedrado por el que a diario pasan camperos, camionetas, buses, e incluso una chiva grandísima que transporta a más de 20 personas al tiempo, y que sale desde Boquerón en Ibagué.

Desde allí se podía vislumbrar el bosque de palma de cera que atravesaba la montaña y se perdía entre las nubes. A nuestra derecha, columpios donde revoloteaban algunos niños. Más adelante, una tiendita donde vendían de esos tintos endulzados con panela, que ayudaban a olvidar el frío.

Los rostros de sus habitantes solamente reflejaban amabilidad, sus gestos y la forma de dirigirse a uno, siempre estaban mediadas por la cortesía. Era difícil creer que hace poco más de diez años, ese mismo corregimiento era un tipo de república independiente, donde la presencia del Estado era nula y el Frente 50 de las FARC hacía lo que se le venía en gana.    

Desde finales del siglo XX, la guerrilla se apoderó de la zona, desplazando a más de 300 familias que llevaban años viviendo en Toche.  Ciro Gómez Rayo, alias "Enrique Zúñiga”, era el comandante del Frente 50 de las FARC y, por lo tanto, amo y señor de la zona. En 2005, asesinó a Arturo Díaz, el entonces corregidor de Toche, quien no estuvo de acuerdo con que el guerrillero impidiera el sufragio de los tochenses. En 2009, la fuerza pública dio de baja a Gómez Rayo.

Recostado en la vitrina y antes de que el vendedor llamara nuestra atención, me percaté de que un gran número de colectivos de bicimontañismo habían dejado su sello en ese vidrio. Los stickers de grupos como: Lechonas MTB, Monteros MTB, Clan’s Bike Ibagué MTB, entre otros, daban muestra de que aquel destino no era único para motorizados, sino que con un fuerte pedaleo también se llegaba a esas tierras.

Estando nuevamente sobre cuatro ruedas, descubrir el sonido de la montaña era todo un desafío. Las revoluciones del motor y las llantas patinando sobre el lodo, no permitían escuchar la armonía de las distintas cascadas por las que pasábamos rumbo hacia el volcán, pero en los momentos de menos trocha, se podía escuchar el canto de los pájaros: pericos paramunos, caranchos norteños, falcos, picaflores enmascarados, águilas de páramo y loros orejiamerillos.

Yo los dejo cerquita, porque sacar el carro después es complicado. Caminan como 20 o 30 minutos, y encuentran una casetica. Ahí hay unas niñas que los llevan hasta la cima del cráter— nos dijo don William, antes de devolverse hacia Toche.

Irónicamente, la vida en el cráter del Cerro Machín es mucha. Son incontables para un turista la cantidad de palmas de cera que se ven en todos los frentes. Las vacas pastan con total tranquilidad y los caballos relinchan cuando los niños que los montan los azotan. Creíamos ingenuamente, que encontraríamos miedo en las personas, temor por su vida o su futuro, por el contrario, lo único que hallamos fue la casetica de madera.

El techo era de teja. Había una cicla para niños en el suelo y el área no superaba los cuatro metros cuadrados. Era una tienda donde vendían mecato y almuerzo para los visitantes, que, por los gestos de los ciclistas, parecía bastante apetecible.

— Vecina, buenas tardes. ¿Cómo podemos subir hasta la cima? ¬ le preguntamos a la señora que atendía.
— Aquí las niñas prestan el servicio de guía, ya el costo es la voluntad que ustedes les quieran dar.

— Sí, sería para salir de una vez, si no hay problema.
— Julieth — gritó ella — Acompañe a los muchachos hasta arriba, hágame el favor.

Julieth era una niña de nueve años, de poco más de un metro de altura y que ahora era la guía de cuatro pelagatos. Nos contó que diariamente hacía unos diez viajes hasta la cima, que a pesar de que no vivía en la caseta siempre había vivido en el cráter del volcán, pero había salido varias veces y conocía Cajamarca, Ibagué y, Santa Marta, donde según ella, había vacas.

Azotados por el calor de mediodía y con una respiración agitada, producto de los 2.700 metros de altura a los que estábamos, atravesamos la vegetación húmeda. Agarrándonos de árboles, ramas, palos, y de las sogas puestas por la familia de Julieth, pudimos avanzar por las zonas en que era más difícil ascender.

Apúrense, vacas — les gritó Julieth, alentada por mí al ver su descontento con los tres que estaban tardando en subir.

Julieth agarraba una que otra cosa y me pedía que le tomara foto. Lo primero que sujetó fue un capullo rojizo con algunas hojitas germinando.

Mire esto lo lindo, es un capullo, por aquí hay hartos, tómele una foto — me dijo emocionada.


En cuestión de sentidos, el tacto se iba haciendo amigo de la tierra, la costumbre de clavar las manos al suelo para no caer, era cada vez más recurrente; los oídos se veían invadidos por ese sonido de un millar de hojas que bailan al son del viento; totalmente tapados por la naturaleza, era como si tan solo tuviéramos una rendija para vernos a nosotros mismos, pues los helechos, las palmas y los árboles, ocupaban la mayor parte de nuestro campo visual; y aunque el gusto no fuera particularmente diferente, el olor a azufre se sentía un poco más con cada paso que avanzábamos.

Encontramos las primeras fumarolas, esas grietas por donde salen gases y vapores a altas temperaturas del interior del volcán. El camino se despejó y ya podíamos ver la luz del sol, que nos pegaba directamente a la cara. Veíamos esas extrañas flores amarillas que crecen en los filos de las peñas y un sendero lodoso que nos invitaba a seguir hasta la cima. Ante nosotros se abrió un paisaje inefable.

Uff, qué belleza, tómeme una foto — fue la primera impresión de uno de los que venía en la cola.

Aquella belleza era difícil de encontrar en otro lado, en el corre corre de la ciudad no hay mucho tiempo para abrir la mirada. Ese día, la tarea consistía en atesorar con nuestros ojos cada centímetro del paisaje. La paz que sentimos en la cima de ese volcán, hizo olvidarnos de los constantes avisos de evacuación que encontramos en el trayecto, incluso del sol que aun picaba siendo las tres de la tarde. Únicamente nos aquejaba la idea de tener que bajar rápido para poder devolvernos con don William.

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