Opinión

Se marchitaron los narcisos

Se marchitaron los narcisos

Por Carlos Pardo Viña | Escritor y periodista


Quizá como costumbre o tal vez por ansiedad, levantaban sus celulares cada tanto para revisar las pantallas con la esperanza de que todo hubiera vuelto a la supuesta normalidad, esa en la que creemos que a la gente le importa saber qué comimos, qué bebimos, cómo lucimos en nuestras selfis con la trompa estirada como un pato.

Nadie publicó memes ni leyó las historias que publica(mos) con la esperanza de que alguien nos lea. Durante un instante, un pequeño instante, fuimos otros. Dejamos de ser los narcisos de siempre que buscamos un me gusta, un comentario, una aprobación. La particular sinfonía de pitidos que anuncian un nuevo mensaje enmudeció y los narcisos se (nos) marchitaron por casi un día entero. El silencio se hizo estruendo y nunca fue tan opaco el brillo de las pantallas que esta vez permitieron vivir un poco más a las baterías siempre agotadas.

Fueron pocas horas. Al final, la algarabía muchas veces inútil volvió a inundar los minutos. Hubo publicaciones en las que se agradecía el descanso digital, como si fuera el teléfono el que no nos da tregua y no nosotros los que no le damos licencia. No concebimos un mundo en el que no estemos eternamente conectados y a estas alturas parece pecado no estarlo. ¿Por qué no contestó? Me dejó en visto, ¿no? ¿Dónde andaba? Cuando era joven, a veces salía temprano hacia la universidad, pasaba todo el día entre clases y si en la noche aparecía la fiesta, mis pasos a casa tardaban más de lo previsto. Nadie imaginaba lo peor. Nadie exigía la hiperconexión. Hoy sí. Tenemos que estar atentos a cada campanazo de alerta del teléfono porque es allí donde se trabaja, es allí donde nos divertimos, es allí donde amamos.

Entiendo que los tiempos son diferentes y que la productividad, esa cosa que parece tan importante por los días que corren, depende en buena medida del aparato que brilla y suena, trayendo los ecos de nuestro propio mundo, pero parafraseando a Cortázar, cuando compras un celular, compras un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. Compras un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo. Compras la necesidad de cargarlo cada día, compras la obsesión de atender a la hora exacta, de revisar y leer todos los mensajes, compras el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa.

Atados a la rutina, despertamos y no pasan cinco minutos sin que encendamos la pantalla para ver si algún trasnochado nos envió en mensaje, un correo, como si fuera la única posibilidad de saber si el planeta aún sigue dando vueltas sobre su eje alrededor del sol. Pero no se trata del celular. No se trata de nuestro pequeño infierno florido, de nuestro calabozo de aire, de lo que se trata es que durante un fugaz instante nos encontramos, nos miramos a los ojos y conversamos sin mover los pulgares.

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