Opinión

Duerme ya, dulce bien

Duerme ya, dulce bien

Por Carlos Pardo Viña | Escritor y periodista


Elisa Montealegre murió una mañana lluviosa de agosto luego de haber sufrido los rigores del insomnio. Tenía tan solo 19 años y había despertado con dolor en el cuerpo y una pata de elefante que oprimía su pecho. Sin pensarlo mucho, abandonó la cama dejando que el frio del suelo se apoderara de sus pies desnudos, caminó a la cocina, abrió la nevera y sacó la caja de leche que había abierto la noche anterior. La mezcló con su cereal de chocolate favorito y sentada en la butaca de la cocina masticó innumerables veces el arroz crocante hasta convertirlo en una masa tibia y blanda. Dejó el plato en el mesón de la cocina y dirigió sus pasos al baño. Abrió el botiquín en el que su madre guardaba todas sus pastillas. Destapó uno a uno los frascos y los sobres plateados que las contenían. Tragó 85 pequeñas píldoras. 30, eran somníferos recetados por el último de sus siquiatras para combatir las noches en vela, el resto un arcoíris de pepas que su madre usaba para sus males. Regresó a la cama y durmió. No volvería a despertar.

Su madre la encontró una tarde lluviosa de agosto. Fría, blanca y con un ligero rictus que anunciaba una pequeña sonrisa. Sabía que estaba muerta. De nada había servido ni su paciencia ni su amor ni las terapias de grupo ni los sicólogos ni los siquiatras que terminaban medicándola: Ribotril, Sertralina. Se sentó a su lado y tomó el pequeño cuaderno que guardaba el sueño de Elisa justo al lado de su mano derecha. En su tapa, en letras moradas con escarcha: Canción para Elisa. En la primera página, ¿Alguna vez se han quedado dormidos con los ojos hinchados de tanto llorar? ¿Alguna vez se han acostado queriendo que no amanezca nunca más? ¿Alguna vez han tapado con sus manos la boca para que nadie escuche tu llanto?

La madre de Elisa había esperado esa tarde lluviosa desde hacía mucho tiempo. El primer signo de alerta llegó en la voz de la coordinadora de disciplina de colegio. Es mejor que hable con su hija, doña Mercedes, es importante iniciar terapia con el sicólogo, ¿usted no se ha dado cuenta de lo que hace Elisa? ¿Le ha visto los brazos? No había visto nada. Entre el trabajo y la casa y su nuevo marido, el tiempo no existía. Mejor hable con Elisa, doña Mercedes, mírele los brazos. En casa, le obligó a levantarse las mangas de la camisa de su uniforme escolar para encontrar decenas de pequeños cortes cerca de la muñeca. Los hago con la cuchilla minora con la que tu te depilas las cejas, había dicho Elisa. A partir de ese momento, todo fue un largo viacrucis que terminaría ese jueves.

Mercedes volvió a abrir el cuaderno: Música triste de fondo. Lágrimas. Dolor. Desesperación. Recuerdos. El colegio. La gordura. La violación. El padrastro. Mi mamá. Mierda, mi mamá. Suena el pasador de la puerta. Llega mi mamá a casa. Echo mis cobijas encima y me hago la dormida. Las lágrimas. El dolor. Esta pata de elefante que me oprime el pecho. Y lo intento. Oh Dios mío, de verdad que lo intento, lo intento todo en este manicomio. Y rezo. Oh, Dios mío, de verdad que rezo, rezo cada uno de los días. ¿What´s going on? Mercedes sigue las líneas y las lágrimas comienzan a escurrirse por toda la cara.

Se había separado tres años atrás, luego de que uno de los siquiatras descubriera los abusos que su esposo había infligido a la niña. De nada sirvieron las denuncias. El hombre cambió de ciudad y nunca volvieron a saber de él, aunque la orden de captura seguía vigente. Lloró muchos días hasta que descubrió que la única manera de sobrevivir era olvidarlo todo. Elisa jamás pudo hacerlo. Ahora, sentada en la cama con su hija como dormida, como sonriendo, sabía que el único olvido es la muerte. Y el cuaderno que seguía orando: Alcohol, amigos, no llegar a casa, sexo, cigarrillo, drogas. No quiero morir, solo quiero no sentir dolor. What´s going on.

No habría más hojas manchadas con su dolor en el cuaderno. Sólo hojas en blanco. Mercedes entonó la vieja canción de cuna que aprendió de su abuela: Duerme ya, dulce bien, mi capullo de amor. Duerme ya, dulce bien, duerme ya, dulce amor. Dulces sueños tendrás al dormir, mi corazón. Duerme ya, dulce bien, duerme ya, dulce amor.

Cuando terminó, se levantó y tomó el teléfono. No sabía a quién llamar. Decidió marcar el 123 de emergencias. Veinte minutos después las luces de la policía iluminaban la casa y la calle. Contestó las preguntas mientras levantaban el cuerpo. Dos periodistas de una emisora local, alertados por uno de los patrulleros, llegaron sedientos de sangre. Querían la foto. La mamá de Elisa no se los permitió. Respeten, les gritaba, mientras ellos asomaban su cabeza al interior de la casa.

A Elisa la sacaron en una camilla envuelta en una lona negra. Un nombre más para engrosar la lista de suicidios que desbordaba en la ciudad. Poco a poco, todo fue silencio y oscuridad. La canción de cuna volvió a escucharse al filo de la media noche. Duerme ya, dulce bien, mi capullo de amor.

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