Opinión

Cali a prueba de fuego

Cali a prueba de fuego

Por: Óscar Perdomo Gamboa 


No es extraño en estas manifestaciones. Hubo vandalismo, del real y del de los infiltrados. Hubo daño a propiedad pública y paredes rayadas. Hubo bandas delincuenciales contratadas por manos oscuras para que alborotaran el caos, desadaptados que arrojaron piedra sin discreción y ladrones que aprovecharon el desorden para robar lo que pudieron. Piedra, bolillo y gas. Pero al otro día, los plantones continuaron; y la represión, claro.

Y al otro día, y al otro día, y al otro día... Cali mostraba una cara más allá de la fiesta: la de la resistencia.

A pesar de los esfuerzos del gobierno y los medios por deslegitimar la protesta, los ciudadanos seguían en las calles, formaron cadenas de ayuda, de alimentación, de hospedaje en los barrios. Puerto Rellena, Siloé, La Loma de la Cruz fueron epicentro de resistencia y canto de manera multitudinaria. Cali aguantaba el paro con fuerza y alegría.

Pero por la noche cambiaba la historia. El Esmad ingresó a barrios como Siloé y Puerto Rellena a atacar a los manifestantes. El modus operandi se repitió por días: cortaban la luz, entorpecían las comunicaciones y entraban disparando a matar. Varios muchachos cayeron en estas operaciones, incluyendo un primo del alcalde Jorge Iván Ospina.

Pero ni así lograron doblegar la ciudad.

El presidente Iván Duque mandó al general Zapateiro. Cada vez hubo más y más soldados y ejército. Decenas de videos evidenciaban los abusos de la policía, los infiltrados capturados por la ciudadanía y misteriosas camionetas blancas que disparaban a manifestantes pacíficos a plena luz del día. La situación, ya compleja, se hacía insostenible. La ciudad empezó a sentirse sitiada, no sólo por la fuerza pública, sino por los plantones mismos. Era imposible desplazarse por las vías debido a los taponamientos, algunos delincuentes empezaron a cobrar peajes por transitar por ciertas zonas, los paros de camioneros impidieron la llegada de alimentos y combustible, se presentó saqueo a pequeños supermercados. Y la única respuesta del gobierno era la represión violenta.

Para cuando el presidente decidió retirar la reforma tributaria, ya era tarde. No sólo porque se venía la igualmente nefasta reforma a la salud, sino porque la cantidad de muertos y desaparecidos por la fuerza pública era muy alta y no se veía justicia. Puerto Rellena se convirtió en Puerto Resistencia, los ataques a Siloé ya se hacían con fusiles de asalto, algunos civiles armados se confabularon con la policía para atacar a la minga indígena. La violencia reina y el gobierno insiste en solucionar a bala una problemática de carácter social.

No se trata, simplemente, de unos desadaptados que hayan sitiado la ciudad, ni de manifestantes tercos que no sueltan prenda para negociar. Es una situación de desequilibrio social de décadas que ha llevado a millones de personas en barrios periféricos como Siloé y el Distrito de Aguablanca a soportar desempleo, hambre y delincuencia, sin contar con la estigmatización de una pequeña casta blanca aristocrática que los menosprecia e insulta constantemente desde sus mansiones. El estallido social era inevitable, la reforma tributaria y la arrogancia de Duque fueron el florero de Llorente para que el pueblo caleño, oprimido durante tanto tiempo, saliera a tomarse las calles en rebeldía desenfrenada.

Esto no es un juego de policías y ladrones, de ricos y pobres, de izquierda y derecha. Es una problemática social muy compleja que requiere soluciones de fondo. Pero para ello se requiere un gobierno cuyo único argumento no sea la violencia. Es necesario trazar una ruta que lleve a unos cambios estructurales que garantice empleo, salud y educación a los habitantes más vulnerables de Cali. Si todo se soluciona brevemente con promesas que no han de cumplirse, en pocos meses tendremos de nuevo la insurrección de los desposeídos.


La columna escrita por Óscar Perdomo Gamboa ​ no representa la línea editorial del medio El Cronista.co

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