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Sombrero de mago: El imperio patas arriba

Sombrero de mago: El imperio patas arriba

El asalto al Capitolio de los Estados Unidos por una horda de partidarios de Donald Trump denota las hondas contradicciones internas del imperialismo y una división de sus élites, las transnacionales, los núcleos de poder y una crisis en sus adentros que puede patentizar lo que, hace diez años, señaló el economista chileno Manfred Max-Neef: “Estados Unidos es un país en vías de subdesarrollo”.

Creo, sin embargo, que hay que mirar más allá de los acontecimientos políticos y, en primera instancia, advertir que, en la rica historia de los Estados Unidos, lo que menos ha habido es democracia, aunque haya sido esa la fábula o leyenda rosa que se ha narrado con creces. Qué de democrático, por ejemplo, puede tener un país dominado por el bipartidismo, sin opciones para otras tendencias. Qué de democrático hay en la exclusión racial, en las discriminaciones a los inmigrantes, en las represiones históricas a los trabajadores, sean estos blancos, negros, mestizos o de otros colores.

El sistema de poder estadounidense es oligárquico. Está diseñado para el ejercicio de los grupos de presión, que son quienes deciden, redactan las leyes, sin interesar quién es el inquilino de la Casa Blanca. El actual contexto es un enorme ring en el que chocan, en una esquina, sectores del gran capital que tienen una visión de dominar a sus anchas en el interior, y están representados por Trump; y, en la otra, las élites del poder global, que busca continuar la expansión hacia afuera. Unas y otros pueden vestirse de demócratas o republicanos. Esa no es la cuestión.

El primero de los bandos enunciados, el “trumpista”, es experto en demagogia chauvinista, en el impulso de la xenofobia, la bazofia sobre la supremacía blanca y otros discursos emparentados con el neonazismo. Por supuesto, no es que solo observen el mercado interno, sino que aprovechan lo conquistado en el exterior. Y mantienen con otros países sometidos la misma relación de subyugamiento. Véase, por ejemplo, a Colombia, como uno de las neocolonias más postradas a las directrices gringas.

El otro bando, el corporativo o de las transnacionales (el lingüista Chomsky dice que las corporaciones son lo más cercano al totalitarismo que los humanos han podido crear) es el que sigue observando cómo apoderarse de otros mercados, de las riquezas naturales del mundo, del agotamiento de los trabajadores en lo interno y externo. Unos y otros, es apenas una lógica del gran capital, siguen la misma doctrina que, desde hace cuarenta años, impusieron para enriquecer minorías de privilegio y empobrecer tanto en Estados Unidos como en el resto del orbe, a millones de personas.

Hay una confrontación interna entre las poderosas élites estadounidenses. Y así, en ese choque de trenes, el paisaje muestra cómo, en medio de la pugna, se manipulan de uno y otro lado a los que son “carne de cañón” de unos y otros. Las masas que se pueden domesticar, asustar, dirigir a placer, enajenar con pantallas y otros mecanismos, y ponerlas al servicio de una u otra posición.

Y para ello están las enormes corporaciones, las que dominan a su amaño, mientras solo se ven en la apariencia electoral los “demócratas” y los “republicanos”. Pero las que mandan, como se sabe, son las industrias informáticas, las cadenas globales, las industrias farmacéuticas y militares, las transnacionales mineras, la banca. Y ahí están los dueños de Twitter, Facebook, Amazon y los magnates como Gates, Rockefeller y otros tantos. Y en unos casos, los representan sujetos como Trump, y, en otros, como el presidente electo Biden.

No es tal la democracia estadounidense. No lo ha sido, pese a sus enmiendas constitucionales y a sus cacareos de la defensa de la libertad, que se han visto despedazados por sus invasiones, sus atentados y violaciones a las soberanías y la libre determinación de otros países. No lo ha sido por su racismo secular, la destrucción de sus nativos, el aplastamiento de mujeres obreras en lucha por sus reivindicaciones, la persecución a los trabajadores (incluidos los de la gesta histórica de los Mártires de Chicago).

Qué democracia asesina a sus trabajadores, persigue a artistas y otras personalidades porque tienen otros credos políticos, como sucedió con las espantosas jornadas del macartismo. Qué democracia mata a líderes como Malcom X y Luther King. Qué democracia hace decir a uno de sus presidentes, como lo dijo el cazador Roosevelt, en 1897: “En estricta confidencia, agradecería casi cualquier guerra, pues creo que este país necesita una”, como lo narra Howard Zinn en La otra historia de los Estados Unidos.

La asonada del Capitolio, con supremacistas blancos y neonazis al servicio de Trump, mostró el desespero de una élite que puja por el dominio del poder interno, incluida la promoción del fantasma de la secesión, y, en otra perspectiva, la degradación en la que se encuentra el imperio. EE.UU. no solo semeja una república bananera de las que ellos instauraron en otras fronteras, sino un país con todos los síntomas del subdesarrollo.


Nota: Columna publicada originalmente en El Tiempo y tomada con autorización de su autor.

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