Crónicas

Playback. Recuerdos de un asesinato.

Playback. Recuerdos de un asesinato.

No supe cómo lanzarle las preguntas fuertes. Nicolás es muy amigo mío y de lo último que hablamos fue de eso. Habla con sílabas largas y fija la mirada al vacío —como si mirara hacia adentro— cuando intenta sacar una reflexión de su baúl. Para todo tiene una filosofía de vida. Nunca supe qué quería ser él cuando tuviera más edad; cuando le pregunté, después de una típica pausa me respondió: “Quiero ayudar a las personas en todos los aspectos posibles, eso tiene que ver con el por qué estudio enfermería”. Irónicamente no se arrepiente de haberle cegado la vida a alguien hace más de dos años.

Nicolás nació un miércoles 9 de diciembre de 1998, día en el que se descubrió algo revelador en el campo de la ciencia: la profesora Blanca Conti-Fine, docente de la universidad de Minnesota en USA, encontró que dentro de las células de tejido que recubren por dentro a los vasos sanguíneos y a las vías respiratorias, existen neurotransmisores llamados acetilcolina, encargados de la forma y el tamaño del tejido. Este hecho de que el neurotransmisor se activa de manera esporádica genera cierto lapso de hoyos en el tejido antes de ser ajustado y que se constriñan las células. Allí, la nicotina puede penetrar el tejido y llegar al torrente sanguíneo para terminar disuelto y causar enfermedades. Tal vez hay gente que lo sabía de manera tan minuciosa, y tal vez otros lo sepan asumiendo que causalmente, y de manera global tiene sentido. Lo que todos sabemos es que, a pesar de lo nocivo de una práctica, llegan las adicciones y superan a la voluntad, pero nos alimenta con un ingrediente: el singular placer que genera sentir peligro y generar recompensas bioquímicas, el gran arquitecto del vicio. 

Nicolás vivió en esa casa oscura varios años desde que era un niño de 14. Se mudó a la sobriedad hace menos de dos años, de donde se escapa ahora —en el sentido creativo— leyendo, escuchando y generando conocimientos nuevos. Ciertamente ese espíritu de él para compartir y aprender nos regaló la amistad.

Le gustaba irse de la casa y dormir en la calle, solo por experiencia; le cautivaba el peligro de estar allí. A veces, deambulaba por Las Vegas y El Laberinto, dos parques ubicados en el Barrio Topacio, en Ibagué, construido junto a un barranco, fundado en los 80 y repartido en sesenta y cinco manzanas que delimitan a un poco más de doce mil personas. La comunidad, unida por el cumpleaños de la Virgen Guadalupe y las costumbres decembrinas, pero poco a poco, por la cultura ciudadana y la tolerancia. Nicolás ha vivido allí toda su vida. Actualmente tiene 21 años y conoce los lugares más sombríos de la ciudad, afirma que contienen cierta mística que él ha descubierto a lo largo de su vida.

Encontró encantador el hecho de sentarse a hablar con personas de la calle, la mayoría de veces se trataba de personas brillantes con títulos académicos encima. Le enseñaron sobre ciencias humanas, generalidades del derecho, y por supuesto lecciones de vida que forjaron su experiencia. En este caldo de cultivo de saberes descubrió la importancia del dialogo y la interculturalidad como alimento para su carácter y espiritualidad. Su ideología está tatuada en forma de pentagrama alquímico en su brazo, que representan el aire, agua, fuego, tierra y espíritu como uno solo; una cabeza de Baphomet en la nuca, es afín por los temas ocultistas y la filosofía demonológica; además de otros dibujos con tintes oscuros que se esconden en los vellos de su piel. Es por esto que su afán de “buscarle tres patas al gato” —como dice él— lo ha conducido a consecuencias riesgosas y extremas, como el día que jugó a ser David contra Goliat.  

Ese día le cayó un viernes. Como siempre andaba solo. No se preocupaba sino por él y eso lo liberaba. Como si crecieran del pavimento, yacían habitantes de la calle con sus bolsas, ropajes escasos y pegante Bóxer, ya fuera en su frasco original o en bolsas amarillosas. Algunos de estos seres estaban despiertos, apenas veían caer la noche en sus calles; otros, lo veían desde la cima de la conciencia con los ojos cerrados. Nicolás rondaba por el sector conocido como La vuelta al chivo, situado en la calle 19 con carrera 1 en el barrio Eduardo Santos en Ibagué. En su economía operan los negocios de compraventa de chatarra, talleres mecánicos y bares de mala muerte que funcionan como club nocturno, ese al que Nicolás se dirigía ya pasadas las ocho. 

Al escogerlo por simple azar entre otros igual de misteriosos, Nicolás entró a un bar que tenía un pasillo no tan largo. Según su impresión, el dueño, quien atendía la barra —en toda la entrada—, era inmune a todo daño por parte de sus clientes, personas con dudosa reputación y aspecto repelente al ciudadano común. Creía que era muy respetado y por ello todos lo protegían, como una ley callejera que él mismo había visto antes. Recuerda que el dueño le ofreció cerveza a mil pesos, y él, sin ningún problema aceptó la oferta. La cerveza le causó curiosidad, le sabía mucho a guarapo y estaba servida en vasos de cartón. Después de tomarse dos al compás de la música de despecho de fondo, afuera retumbó un sonido mecánico.

Desde su silla, Nicolás vio afuera una camioneta Toyota blanca, tenía vidrios polarizados. Los personajes que se bajaron contrastaban con los que bebían en el bar. Vestían como una persona de barrio promedio, con pantalones, camisa larga y tenis. El que se bajó del asiento del conductor entró muy sereno y se sentó junto a Nicolás. Él cuenta que sintió la repentina y absurda necesidad de entablar una conversación con ese nuevo personaje. Este le pidió una botella de ron y llamó a su amigo que estaba aún en la camioneta. Entró despacio y con las llaves de la camioneta en la mano. 

Después de que entablaran una conversación con Nicolás, finalmente, él pudo percibir que ellos invadían la conversación con información personal suya. Esto lo inquietó demasiado. Pasado un buen rato de incomodidad, Nicolás y los hombres giraron su cabeza al escuchar gritos estridentes afuera. Nicolás fue el primero en salir y ver lo que pasaba. En su recuerdo quedó muy incrustada la imagen de un hombre "ñero" que le pegaba a su novia. Con cada golpe en la cara, con cada patada, se veía más y más humillada. Recordó esos valores que tanto le inculcaban su abuela y madre acerca de cuidar a las mujeres y castigar a quien no. Apretó los puños y corrió muy rápido hacia el agresor. Miró abajo y agarró muy fuerte la primera piedra que vio, arqueó su brazo y como a un coco le atacó la cabeza al monstruo. Nicolás estaba tan en la cima de la emoción que siempre había buscado, que le replicó otros golpes hasta que su piedra se partió —en realidad era un pedazo macizo de escombro—. Por un momento vio hacía abajo y se dio cuenta que había dejado al monstruo antes que sin vida, sin cara, irreconocible.

Después de ese gran shock no volvió a bajar la mirada, vio a la mujer ensangrentada, a  dos hombres serios pero sorprendidos porque no se movían mucho. La mujer le preguntó a Nicolás en voz baja si estaba muerto, pero fue retórico. El tiempo corría estrepitosamente y los protagonistas aún estaban quietos. Nicolás estaba de vuelta a la realidad, con sangre ajena salpicada en los brazos, de venas hinchadas y prominentes. 

Como si estuvieran esperando este hecho, los hombres pidieron de manera calmada a Nicolás abandonar la calle, le dijeron que se encargarían del cuerpo, mientras levantaban el cadáver para ponerlo en la cajuela. Antes de girar la mirada, recuerda ver cómo el cuerpo goteaba sangre como si fuera a secarse y quedar pálido. 

Le pregunté si se arrepentía de asesinar a alguien y me dijo sin titubear que no, que las decisiones que el tomó durante todo el día lo arrastraron a una situación que se tenía que librar para poder seguir con más malas decisiones. 

Del caso nunca se supo alguna consecuencia legal o repercusión en la actualidad que castigara y evidenciara a los involucrados. Todo fue un misterio en la noche para Nicolás, de quien sabían información privada, y más la escena que protagonizó como si tuviera que haber sido siempre así. Ese día sacrificó una vida y pudo haber salvado a dos, la mujer estaba embarazada y presentaba cierta prominencia en el abdomen. Poco me puede describir con palabras esos sentimientos que lo azotan al recordar este tema, y menos, darme a entender sentimientos tan frescos como el grabado que hizo ese viernes. Parecía un capricho de Goya, un par de animales en una pesadilla. Supe toda esta historia porque un día quise escucharlo triste y me hizo esta confesión, algo que se supone ya superó pero que cuenta con tanto detalle y drama, que me inquietar a avanzar un poco más en el camino de entender la condición humana.

 

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