Crónicas

La pandemia desde mi balcón

La pandemia desde mi balcón

Al mirar lentamente  las partes finales de los últimos pisos de algunos edificios como los tejados que abarcan la periferia de la vista desde el balcón donde miramos al cielo y algunos picos de montañas como La Martinica, es imposible dejar de pensar en la muerte no como lo único que nos preocupa y atemoriza.  
  
Más cuando se refleja una salida final sin despedidas ni compañías fúnebres, mucho menos flores ni abrazos ni estrechones de manos con sentidos de pésame. Es una muerte de afán donde deben desaparecer pronto el cadáver con los menores riegos posibles; al menos esa es la sensación que dejan las imágenes de los noticieros de televisión.  

Es el paseo final acompañado por hombres vestidos con escafandras y trajes extraños, que se apresuran para meter el cajón al horno crematorio o en los últimos huecos del cementerio. 

Es una ceremonia que nos enfrenta a una realidad que nunca pensamos ni avizoramos. Un sepelio donde faltarán nuestros familiares y la gente más cercana. 

Es una soledad infinita en los tiempos de pandemia, pestes y hasta de promesas divinas.

Es el espejo que nos desnuda y nos despoja de oropeles y falsedades. Es la enfermedad que aún no tiene cura; donde el único remedio es el confinamiento, lavarnos permanentemente las manos y aislarnos hasta de nuestra propia familia.

Las maravillas de la ciencia, la tecnología y el ingenio del hombre aún no alcanzan la medicina acertada para combatir al llamado enemigo oculto.

El tiempo de temor que vivimos es aprovechado por los falsos profetas que ofrecen el reino eterno o el antídoto del virus a cambio de diezmos y contribuciones generosas a sus 'iglesias'. Es el negocio más descarado de la fe y de la Biblia. 

Desde mi balcón pienso que es una pandemia que se había ido para siempre y que regresó pese a los grandes avances de las ciencias médicas, donde los humanos sin distingos de razas, credos, pensamientos filosóficos o políticos o de estrato social, jugamos con las mismas cartas, donde cualquiera puede ganar o perder. 

También sentado en mi silla Rimax color blanco, desde mi balcón reflexiono y, en mi soliloquio, exalto la humildad como valor fundamental de vida que nos permite entender muchas cosas que los prepotentes ignoran. 

No sé si después de la pandemia la vida no siga siendo la misma como muchos afirman, o si por el contrario, sigamos en el mismo baile. Mientras tanto, la vida sigue su rumbo, el planeta gira y todo el mundo tiene la expectativa de ver el desenlace final de la crisis.  
 
A medida que transcurre el tiempo, se debilita el impulso de procesar el impacto de la cantidad de información que diariamente sale sobre el Covid-19, y nos vamos formando una idea personal y un protocolo a nuestro gusto de cómo entender el problema. 

Lo cierto es que el sistema de salud ha quedado definido y diferenciado entre aquellos que privilegian la vida y los que sobreponen las ganancias económicas, como el fatídico y nefasto Vargas Lleras, quien aspira no solo a que la pandemia caiga sobre los pobres, sino a que el peso de la crisis económica la paguen los trabajadores. 

Sintiendo la libertad cerca, es probable que otro axioma que permanecerá intacto, serán las promesas incumplidas de cambio que hicieron a sus dioses, muchos paganos que en el confinamiento pensaron ser santos.
 
Por nuestra parte, confirmamos aún más, que somos seres libres pese a las circunstancias del escaso espacio para movilizarnos. Que podemos ver más allá de las paredes de un apartamento pequeño, con un balcón de escasos dos metros cuadrados.

Además, nuestro espíritu de lucha sigue intacto, inquebrantable, y mientras la cabeza nos funcione, seguiremos pensando en el planeta como una creación maravillosa, inescrutable que nos puede dar muchas sorpresas más.
Por lo tanto, ateniéndonos a las enseñanzas de la literatura rusa que hemos leído, las cosas malas son susceptibles de empeorar, por lo que debemos estar preparados para bajar a los infiernos o para subir el cielo.

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