Crónicas

Escenas nocturnas de Ibagué antes de la cuarentena

Escenas nocturnas de Ibagué antes de la cuarentena

Las gotas de sangre en el piso marcaban el camino. Mientras más las seguía, más miedo tenía. Quizá, el temblar de mi cuerpo no solo se debía al frío, mi sistema nervioso estaba captando llantos, vidrios, colillas de cigarrillo y unas cuantas sillas en el piso. Aún no recuerdo como llegué aquí, solo quería aventurarme y saber cómo eran las noches de un policía.

Cuando llegué a la seccional de investigación criminal Sijin-Metib todo parecía tranquilo. Lo único que escuchaba eran las pisadas de unas botas grandes por los pasillos y voces que salían de los radio teléfonos en códigos que solo ellos entendían. Entre chistes y café, los uniformados se mantenían despiertos. En ese momento pensaba en lo tranquilas que son las noches en la ciudad de Ibagué, ver reír a los policías era diez mil veces mejor que verlos correr a salvar vidas. 

Se acercaba la media noche y lidiar con el sueño se volvió una lucha constante.  Todo parecía seguir tranquilo, quizás los jueves solían ser así. Los únicos problemas eran las montañas de archivos que estaban sobre los escritorios esperando a ser resueltos. 

De uno de los escritorios rápidamente se puso de pie el investigador Rodríguez, un tipo robusto, no tan alto, de unos aparentes 36 años. Parecía afanado, las expresiones de su rostro me trasmitieron un miedo terrible.

—Tenemos un 934 en el barrio las Américas, voy con Cano

—Mi sargento, ¿hay reporte de un 901? –preguntó Cano preocupado, como si quisiera que la respuesta fuera un no. 

—Al parecer, sí. 

Se marcharon y yo me sentía intrigada, confundida. ¿Qué era un 901? ¿por qué lo preguntó en ese tono? ¿qué estaba pasando en las Américas?  En la estación no se sentía la tensión que yo tenía, como si para ellos estos casos fueran ‘el pan de cada día’. 

Tenía una última opción para saber a dónde se habían marchado Rodríguez y Cano. Yo estaba ahí gracias a un conocido que trabajaba allí y aunque nadie más sabía que yo era estudiante de periodismo, el sí. 

—‘Pocholo’ necesito saber que está pasando en las Américas a esta hora.

—Olvídelo, yo no la puedo llevarla allá por su misma seguridad. 

—Por favor, no nos acercamos tanto, solo como para saber que está sucediendo, así sea desde una esquina.

Pocholo aceptó. Me subí a una Yamaha FZ150 y emprendí el recorrido quizás con más ansiedad que miedo. Las calles estaban solas, los pocos vehículos ignoraban los semáforos, después de todo, parecía absurdo tener que esperar. Era una noche con brisa fría, con un cielo sin estrellas y luna llena. Algunas ventanas aún tenían su luz encendida.

A las 2:30 de la mañana ‘Pocholo’ detuvo su moto, me bajé para observar donde estábamos. A lo lejos pude ver una camioneta de la policía y había mucha gente reunida. Me empecé acercar cuidadosamente sin atender a los llamados de ‘Pocholo’. Yo sabía hasta dónde podría llegar, o al menos eso creía.  Empecé a acercarme como cualquier vecino curioso y vi unas gotas de sangre que guiaban sin rumbo fijo y se perdían entre la multitud. La policía estaba dispersa recolectando datos. En mi mente me imaginaba la escena del crimen. Botellas de cerveza, colillas de cigarrillo, sillas, personas bien vestidas: esto antes era una fiesta. De repente, una señora bajita de cabello crespo me habló.

—¿Usted vio cuando se llevaron al muchacho? 

—No señora, pero al parecer estaba muy herido –contesté preocupada mientras me acerqué más a la señora.

—Ese muchacho iba más muerto que vivo. – afirmó ella mientras me abría los ojos y movía las manos—. Llevaban mucho rato tomando, los gritos fueron los que me despertaron, al parecer a cuchillo se agarraron.

Aquella noche dejó a dos jóvenes gravemente heridos en el hospital. Los días jueves eran de noches tranquilas en Ibagué, pero el exceso de alcohol, la intolerancia, la depresión, el hurto y el feminicidio o cualquier delito, pueden ocurrir en todo momento, y debido a esto, la labor de los policías nunca se detiene. 

***

En los fines de semana, la ciudad suele tener otro panorama. Alrededor de 300 discotecas se preparan para recibir a sus clientes. Las calles se ven llenas, el comercio nocturno aumenta, al igual que las riñas y los accidentes. No en todas las discotecas se vive el mismo ambiente, todo varía en música, edades y estatus.

El sábado decidí salir a una discoteca conocida como La gallera. La música variaba entre reggaetón, vallenato y una que otra salsa. La organización y decoración del lugar tienen una curiosa estructura circular, con mesitas de marea rodeando y faroles cilíndricos que cuelgan del techo. 

A las 10 de la noche pocas personas bailaban, el ambiente era más de estar sentados, brindar y charlar. La mayoría, eran jóvenes entre los 18 y 26 año. Las mujeres vestían desde unos jeans y tenis clásicos, hasta unos pegados vestidos y tacones elegantes.

A la 1 de la mañana el lugar estaba muy lleno, la gente parecía estar lo suficientemente sobria para vomitar, pero no para dejar de reír a carcajadas. La nube blanca de humo disparada por una especie de cañón con aroma acido, se camuflaba entre los desdibujados cuerpos que no paraban de saltar. A veces parecía ver en cámara lenta las fugaces gotas de sudor que se deslizaban en menos de 5 segundos por las frentes. En mi pecho, un fuerte golpeteo me hacía sentir como si mis pulmones quisieran salir de mi cuerpo, debido a la intensidad de las ondas sonaras del bafle.  Unos bailaban, otros cantaban, y había quienes odiaban la ropa que los separaba ante la lujuria y el placer.  Las botellas de aguardiente que llegan a la mitad, anunciaban el descontrol de la mente y poco a poco las personas comenzaban a cambiar.

A las 2:30 de la mañana había un joven dormido en una de las mesas, una muchacha lloraba inconsolablemente y otros parecían fumar como chimenea.  Aunque en el bar requisan antes de entrar, ocultar los cigarrillos o ‘porros’ de marihuana resulta muy fácil. Los jóvenes se drogan y emborrachan, yo decidí preguntarle a un joven si me vendía un ‘porro’ y saber que tan fácil se da el microtráfico en estos bares. 

—Amigo véndame uno de esos cigarros—. No sabía cómo preguntárselo, y estaba nerviosa, para mi suerte, el joven parecía no estar tan sobrio. 

—Caliche –dijo el joven llamando a otro chico. —Venga que lo necesitan.

Caliche era un tipo alto, bien vestido, usaba camisa, tenía cabello rubio y voz aguda. 

—Hola, ¿qué necesitas? –me dijo Caliche como si él fuera un negocio ambulante. 

—Un porro

—$3.000. 

Lo saco de su bolsillo trasero y me lo entregó.

Quizás un porro sea lo legalmente permitido en estos lugares de la ciudad, pero también vi que no era lo único que Caliche ocultaba en sus bolsillos para vender. 

Al salir de la discoteca una fila de taxis esperaban su turno para trabajar, tomé uno. Era un señor de unos aparentes 45 años, de bigotes largos, y rostro cuadrado.

Aproximadamente hay unos 3.500 taxis en Ibagué, y yo tomé el del señor Julio, un hombre casado, padre de tres hijos, oriundo de esta ciudad. Hace más de 12 años que es conductor de taxi, esto le ha dado para sacar adelante a sus hijos y para que no falte el pan en casa. Sin embargo, de noche lo han robado 5 veces en los 12 años que lleva trabajando. 

—Las noches suelen ser difíciles para un taxista en la ciudad –dijo frunciendo el ceño. —A veces me piden una carrera y al llegar me sacan cuchillo.

Debido a esto, los taxistas suelen ser selectivos en a quien llevar, aunque algunas veces esto puede ser discriminatorio, ellos prefieren evitar el peligro.  

De la misma forma, en especial las mujeres, sufrimos al tomar un taxi en la noche. Preguntas como: ¿será que si llegaré?, ¿se desviará del camino?, ¿le habré gustado? Empiezan a perturbar nuestras mentes, y el viaje en el taxi se convierte en un duelo de pensamientos, donde el miedo latente se apodera del cuerpo. Y es que, como no tener miedo si solo en el mes de diciembre del 2019 se presentaron 796 feminicidios en Colombia y el Instituto de Medicina Legal considera que cerca de ocho mil se encuentran en riesgo extremo.

Esta vez corrí con suerte: no todos los taxistas son victimarios. Don Julio es un señor honrado y trabajador, que transporta personas de noche y de día en su taxi. Ya el sueño no lo afecta en las noches, pero siempre habita un miedo al recoger un pasajero.

***

Cuando llegué al fin a casa observé a Pelusa, la gata manchada que posa sobre los techos. Estaba encorvada lamiendo sus patas y me pegunté, si esta gata hablara ¿Qué me diría de la noche? Después de todo, siempre ronda a la misma hora por la ciudad. 

Se habrá fijado en el vecino que se acuesta en un cartón sobre el andén, habrá escuchado las ambulancias que con prisa conducen por las calles, guardará el secreto sobre el amante que golpea a la misma hora la puerta de su ex mujer, o simplemente se habrá refugiado de aquel perro callejero que aprovecha la noche para comer. 

Pelusa sería una ficha clave para completar el rompecabezas sobre las facetas y matices de las noches en Ibagué. ¡Maldita sea!, si tan solo esa gata hablara. 

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