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Cipayos: una vergonzosa historia latinoamericana

Cipayos: una vergonzosa historia latinoamericana

 

Por: Julio César Carrión  Castro

Se denominaron cipayos los soldados indios puestos al servicio de las metrópolis coloniales y en contra de sus propios pueblos.

El término se ha hecho extensivo a los gobiernos entreguistas y subordinados a una potencia extranjera. Actitud de subalternidad que ha sido característica de las oligarquías latinoamericanas desde la colonia, llegando a constituir el verdadero comportamiento de los “perfectos idiotas útiles” al servicio de los intereses imperiales.

El colaboracionismo con los invasores se evidenció durante la conquista en hazañas como las de la india Malinche, amante, confidente e informante de Hernán Cortés contra Moctezuma, en la toma y destrucción de Tenochtitlán; en la sumisión de Atahualpa a Pizarro por el apoyo recibido para vencer a su hermano Huáscar y su posterior ejecución por órdenes del conquistador, la incondicionalidad de una desacreditada casta que contribuyó al decaimiento de la cultura incaica. Así mismo la derrota de muchos otros caudillos de la gesta emancipadora se debió al quehacer de los cipayos.

La insurrección de los comuneros de 1871 en el Nuevo Reino de Granada, que se inició como un movimiento de apoyo a la Corona: ¡Viva el rey y abajo el mal gobierno!, habría de asumir una perspectiva revolucionaria de masas bajo el liderazgo de José Antonio Galán y finalmente sucumbiría con los acuerdos de gobernabilidad establecidos en las Capitulaciones de Zipaquirá por los hacendatarios, clérigos y comerciantes que no estaban dispuestos a romper con el poder colonial que les garantizaba específicas ventajas a la clase que representaban.

El mismo grito de “independencia” del 20 de julio de 1810, que tanto nos enorgullece, llevaba inicialmente implícita la subordinación a la Corona española; no se trataba de un auténtico movimiento autonomista, ya que los comerciantes y letrados criollos que lo acaudillaron solicitaban “respetuosamente” a las autoridades coloniales de la metrópoli una mayor participación política. La soberanía popular que se proclamaba exclusivamente como una expresión retórica, adquiría más tarde, en un segundo momento de la lucha independentista, el sentido político y social que le otorgara la campaña libertadora organizada y dirigida por Bolívar.

Podríamos hacer extensa la reseña de entreguismo y de bajeza que ha caracterizado históricamente a la oligarquía latinoamericana y, particularmente colombiana, frente a todos los imperialismos, pero ese no es nuestro propósito. Deseamos contribuir a desvelar las intenciones que se ocultan en el comportamiento de los dirigentes políticos y gremiales que precisamente de manera cipayuna han cohonestado siempre con el gobierno de Estados Unidos de Norteamérica en su permanente política de desestabilización a los gobiernos legítimamente constituidos, en tanto que simultáneamente apoyan las más sangrientas dictaduras militares que siempre han funcionado a su servicio, desconociendo el Estado de Derecho y la soberanía nacional, alentados tan sólo por las ventajas politiqueras y/o comerciales que pueden llegar a obtener, al costo de la pérdida absoluta de la dignidad y la soberanía.

Estas campañas de entreguismo a las potencias extranjeras han sido adelantadas históricamente en Colombia por los dirigentes del bipartidismo tradicional, que han terminado por establecer el fingimiento político, la simulación intelectual y el relativismo ético en fundamentales principios de su activismo político. Caudillos, caciques y gamonales que han sustituido las confrontaciones ideológicas por un cinismo pragmático que les permite participar en las repartijas burocráticas, cobrar cuotas de poder, “comisiones”, cohechos y traficar con los bienes públicos.

Los cipayos de hoy

Los Estados Unidos de Norteamérica surgen como nación civilizada a partir de la guerra de independencia librada contra el colonialismo inglés entre 1775 y 1783. Desde entonces han transcurrido más de doscientos años de una historia que se corresponde con el desarrollo del modo de producción capitalista; con el incontenible desarrollo de unas fuerzas productivas que han llevado a ese país, mediante procesos continuos de adelantos tecnológicos, planeación laboral, control estatal, violencia selectiva, racismo y una asquerosa ideología genérica de supremacía blanca, a constituirse en la primera potencia económica mundial.

Tempranamente se caracterizaría la nación norteamericana por sus intereses de dominio geopolítico, asumiendo ideológicamente que en sus acciones coloniales y hegemónicas, siempre han estado acompañados por “el amor a la verdad y a la libertad”. Ya en los primeros años de existencia republicana Thomas Jefferson escribía: Debemos ir pensando que pronto iremos más allá de nuestras fronteras. Es alrededor de esta idea de predestinación o Destino manifiesto que se deben comprender las políticas expansionistas, la rapiña y el filibusterismo que identifica las relaciones políticas estadinenses con respecto a las pequeñas naciones del mundo.

La vocación hegemónica e imperial de los Estados Unidos es directamente proporcional a la sumisión y subalternidad mostrada por las oligarquías criollas de la América Latina, herederas del poder señorial y hacendatario del régimen hispano-colonial. Ha sido también gracias a la mentalidad lacayuna, cipaya y entreguista de muchos de nuestros “dirigentes” que aquellos, por cerca de dos siglos, nos han impuesto unas relaciones centradas en tesis como la Doctrina Monroe, la Diplomacia del dólar, el Gran garrote, y por lo que han sido posibles las innumerables invasiones militares padecidas por los países latinoamericanos. Más recientemente hemos soportado políticas globales como la Alianza para el progreso, la invasión de sectas fundamentalistas auspiciadas por ellos y la teoría de la Seguridad nacional, que apuntan a la conformación de sistemas de Democracia controlada o de democracias “viables”, como les agrada a algunos comunicólogos y politólogos denominar ahora la dependencia.

La original Doctrina Moroe, formulada en 1823, definiría claramente las pretensiones expansionistas de los Estados Unidos y le permitiría mantener alejadas estratégicamente de Latinoamérica a las potencias europeas en el reparto del botín del mundo. Asimismo, en opinión de muchos historiadores, agentes secretos norteamericanos volaron en 1898 el crucero Maine para tener el pretexto de declarar la guerra a España y apoderarse de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas.

A comienzos del siglo XX, bajo la impronta de un mayor desarrollo capitalista que les llevó a la fase imperialista, Theodor Roosevelt establecería el Corolario a la Doctrina Monroe en donde se fija que si una nación demuestra que sabe conducirse con una medida razonable de eficiencia, así como con decencia en asuntos sociales y políticos; si mantiene el orden y paga sus deudas, no tiene por qué temer la interferencia de los Estados Unidos. Una mala conducta crónica o una impotencia que tiene por resultado el general aflojamiento de los lazos de una sociedad civilizada, en América como en otro sitio, puede finalmente requerir la intervención (...) La adhesión de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe puede obligarle, no importa con cuanta renuencia (...) a actuar como una potencia policíaca internacional. Y esta nación civilizada, sin mucha renuencia, durante todo el siglo XX se ha visto obligada a ejercer, casi permanentemente, todo tipo de agresiones y felonías contra los pueblos de la América Latina; unas veces para proteger los intereses norteamericanos, otras para restaurar el orden, para propiciar el progreso, defender la “democracia” o simplemente para imponer su protectorado y establecer gobernantes cipayos. En todo caso, hemos sido absortos testigos, víctimas del permanente intervencionismo gringo, hasta llegar en la actualidad a esos niveles de orgullosa prepotencia que le confiere la situación unipolar del mundo, tras el fracaso del “socialismo real” y de la pérdida del equilibrio de poder que significaba la existencia de la Unión Soviética.

En ausencia de la “amenaza del comunismo internacional”, oportuna ha resultado la “lucha contra el narcotráfico” o la permanente batalla contra un ubicuo “terrorismo”, para justificar esta política imperial.

La expansión generalizada del modo de producción capitalista ha desbordado conceptos otrora sacralizados, como los de Nación y Patria. Como lo afirmara Marx, mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía ha dado un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional. El crecimiento de los mercados, el desarrollo de la industria y luego la intromisión del capital financiero en todos los países del mundo, fueron quebrando la estrechez e insularidad que marcaban las fronteras nacionales. El movimiento emprendido por el capital no se dejaría fijar límites. Las viejas estructuras e identidades colectivas han sido aplastadas por la violencia expansionista del sistema burgués. En el proceso de mundialización de la economía se han ido rompiendo las fronteras, máxime en el período contemporáneo del imperialismo.


Los embajadores de las grandes potencias en los países dependientes, aún después de haber retrocedido el colonialismo, se siguen considerando a sí mismos como una especie de virreyes y actúan en concordancia. A su vez los grandes capitalistas criollos -industriales, comerciantes, financistas y banqueros- no están movidos por intereses patrióticos o nacionales; actúan tan sólo por el interés del lucro o la ganancia en todos los países del orbe.

En la actual coyuntura de Colombia, bajo el bloqueo histórico fijado por una oligarquía bipartidista renuente a facilitar la apertura democrática que reclaman los sectores populares y que la nueva Constitución Política pretendía posibilitar, y agobiados por el enorme peso específico que representa la empresa capitalista del narcotráfico que ya ha logrado establecerse en los vericuetos del poder (el cual, obedeciendo a las leyes del mercado, entre más se le combate, más prospera), con la teatralidad de los gobiernos norteamericanos que, paradójicamente, dicen combatir la producción (mas no el consumo en su territorio) se ensaña, con indignidad e insolencia, contra el país que mayores muestras de subalternidad y acatamiento ha dado a las embrolladas políticas de lucha global contra la producción y tráfico de estupefacientes, que tanto daño causan a la desaforada juventud estadinense.

El ciudadano norteamericano promedio, manipulado hasta la saciedad por los medios de comunicación puestos al servicio de la criptocracia que los gobierna y enfrascados en un integrismo puritano bobalicón y torpe, está dispuesto a aceptar las acciones que su gobierno emprenda “en defensa de la verdad y de la libertad”. Para ellos la desestabilización del régimen político colombiano hace parte de las acciones que deben acometer en su secular lucha contra “el mal” Además, en los períodos preelectorales los beneficios para el presidente de turno saltan a la vista. Pero las campañas de desprestigio hacia Colombia no sólo han tenido eco entre el electorado gringo, también ha convocado a una recua de “hombres de bien” en nuestro país, quienes siempre han sustentado sus propuestas y campañas políticas en el más servil entreguismo, y permanentemente buscan entregarse cipayunamente al imperio y sus mandatos.

Venezuela y el cipayaje colombiano

No se trata de algo nuevo: Los descompuestos y ambiciosos empresarios colombianos, agrupados en sus distintos feudos, gremios y corporaciones, los plumíferos y comunicólogos de la gran prensa, en cruzada permanente contra la dignidad, la decencia y la verdad, bajo los lineamientos establecidos por la coercitiva Sociedad Interamericana de Presa y la casta politiquera, (tanto los representantes de esa vieja oligarquía, heredera de los encomenderos y de los sumisos criollos colaboracionistas del régimen colonial-hacendatario, establecido por la Corona española -a la que teatralmente hicieron oposición, mientras lograron las ventajas y prebendas que les legó la engañosa “independencia-, y quienes por más de doscientos años, bajo el llamado régimen republicano, y su falsa “democracia”, han venido imponiendo su hegemonía, cultural y política en esta desvertebrada “nación”, así como los “nuevos” políticos, -que no son más que la expresión activa y militante de la corrupción adicionada por esos turbios sujetos, tan poderosos como ignaros, engrandecidos por la violencia del despojo, el narcotráfico y el paramilitarismo-) todos estos personajes y sus empresas y entidades, lograron finalmente aupar en la presidencia de la República a un ilustre desconocido: Al cipayo perfecto. Un dócil “gobernante” que se complace en expresar su permanente gratitud y sumisión a los que le sostienen: al poderoso cacique que le controla y maneja, acatando cuanto éste le direcciona y ordena y a esas fuerzas opacas o brillantes del poder económico, militar y político. Un orgulloso títere que habla con fingido talento y una gran prepotencia, asumiendo que cuenta con el respaldo de todas estas “fuerzas” nacionales, acatando las decisiones del llamado Grupo de Lima que reúne a los representantes lacayos de algunos gobiernos latinoamericanos, agrupados en la fútil O.E.A., y por supuesto del poderoso gobierno norteamericano, que la usa como agencia de sus negocios coloniales en la región.

Todos estos cipayos, al unísono, le hacen el juego al poder imperialista, a la potencia policíaca internacional, comprometida en la tarea de desestabilizar el legítimo gobierno de Nicolás Maduro, presidente de la República Bolivariana de Venezuela, para luego apoderarse de sus riquezas naturales, en especial del petróleo, pues Venezuela posee una de las más grandes y consistentes reservas de petróleo a nivel mundial. Siervos y lacayos que desconociendo todo ese embuste del llamado “Estado de Derecho” y pisando la soberanía y la dignidad nacionales, no solamente fomentan incursiones aventureras de paramilitares en el hermano país, sino que juegan y alientan una posible presencia de las tropas filibusteras gringas en nuestro territorio.

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