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La ideología de la muerte

La ideología de la muerte

Opinión

Por: Julio César Carrión

La persistencia de la pena de muerte

“El verdugo es la piedra angular del edificio social”. Joseph de Maistre

Hablar de la pena de muerte y de sus formas es un ejercicio intelectual que puede resultar odioso y hasta repugnante para muchos. Nos hemos querido comprometer en ésta tarea sin embargo y en gracia de tolerancia tendremos que “hacer de tripas corazón”. Quizá sólo de la mano del Dante Aligheri se pueda intentar mostrar el horror que subyace en los viejos códigos y en los sagrados dogmas que han permitido construir una “historia universal de la infamia”, legitimada por monstruosos gobiernos, credos y magistraturas, puestos siempre al servicio de la dominación, y no de la idea de la libertad humana. Bien lo sentenció Marcuse: Ningún poder está seguro sin la amenaza de la muerte y sin el reconocido derecho a administrarla: con una sentencia, en caso de guerra, por hambre (...)

Todo “orden establecido” funciona gracias a la permanencia de la ideología de la muerte; gracias al mito como explicación del mundo, al miedo como instrumento de obediencia y al terror institucional como garante del control social. El miedo al dolor, a la miseria y a la muerte, circunda todo el quehacer humano, desde el Paleolítico hasta nuestros días y ello ha permitido la injerencia del poder hasta en la vida cotidiana de las gentes.

La irreductible y ubicua presencia de la muerte administrada se ha dado en las distintas formaciones económico-sociales que la humanidad ha conocido históricamente. Si bien es cierto que no podemos atribuir al proceso histórico una finalidad, un determinismo o una significación, sí podemos observar, como lo hiciera Voltaire, que la historia no es más que una maraña de crímenes, de necedades y desastres, entre los que se descubren, de vez en cuando algunas virtudes y algunos tiempos venturosos, como atractivas viviendas humanas diseminadas en medio de un desierto. Al cabo, los hombres van abriendo un poco los ojos ante el espectáculo de sus necedades y desventuras; las sociedades van rectificando con el tiempo sus ideas y los hombres aprenden a pensar poco a poco (...) pero el mundo marcha lentamente a la cordura sin que podamos estar nunca seguros de las recaídas, pues desgraciadamente, parece como si las torpezas estuviesen destinadas a reaparecer de tiempo en tiempo en la escena universal.

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El ser humano se encuentra atrapado en el círculo infernal de estructurar, muchas veces con sapiencia y lucidez, fugaces visiones antropocéntricas, para verse atenazado casi de inmediato por su indeclinable animalidad. Basta aferrarse a una esperanza civilizatoria, que enseguida se producirá una recaída en la barbarie. El terror institucional y la muerte por decreto no son piezas de museo pues, a pesar lo que pudiera creerse no son más sanguinarios los pueblos primitivos que los modernos y desarrollados. Nos atemorizan las narraciones que describen la costumbre salvaje de la antropofagia, pero, en defensa de la antropofagia, tendríamos que afirmar con Luis Carlos

Restrepo que ésta ha sido calumniada por un prejuicio histórico eurocéntrico ya que la antropofagia de algunos pueblos aborígenes tenía un profundo significado simbólico y ritual, pues se efectuaba con el propósito de introyectar las virtudes del enemigo, invocar a los dioses o neutralizar y conjurar las enfermedades y todo cuanto les amenazara.

La muerte del enemigo en la civilización no se propone asimilarlo sino exterminarlo, borrar hasta la semilla. No tienen otro sentido las tropelías, suplicios y ordalías que aplicados en el nombre de Dios o del Estado han infectado de horror toda la historia universal. Una rápida ojeada al panorama histórico y geográfico de las penas y de los castigos nos permite descubrir que si bien es cierto, como lo afirma Michael Foucault, pareciera que el castigo ha disminuido un poco en su teatralidad -ya no se quiere insistir tanto en el espectáculo de los patíbulos- y la sutil intencionalidad de juristas, magistrados y médicos comprometidos en hacer sociedad con los verdugos, es aminorar el dolor en las ejecuciones; no obstante persiste en el mundo entero un desmesurado incremento de las penas, por doquier se abren campos de concentración y de exterminio, a tenor con el aumento de la carrera armamentista, de las guerras y de los genocidios.

A las viejas formas oficiales de matar, como la hoguera, la lapidación, la inanición, el ahogamiento; los empalamientos, los ahorcamientos, la crucifixión o el descuartizamiento, se las considera hoy bárbaras y brutales en virtud a un supuesto sentido humanitario. Se buscan métodos más benignos, pero que en todo caso le den continuidad al ritual de la muerte administrada por el Estado. Ahora se realizan las ejecuciones sin público, sin dolor y en secreto, para sostener las ortodoxias, la libertad y el orden y a nombre de cualquier signo político, poco importa, lo que subyace es el mantenimiento del poder.

Amnistía Internacional, en un desgarrador texto titulado Cuando es el Estado el que mata..., expresa de manera clara y contundente su repudio a la pena de muerte desde una postura de respeto y acatamiento a los derechos humanos. Este es un libro que confronta a todos los predicadores de la muerte y a quienes se quejan de no haber oído opiniones al respecto. Se hace en él un pormenorizado seguimiento a las ejecuciones judiciales y se describe la crueldad que revisten los métodos de ejecución, supuestamente humanitarios y benignos, que hoy emplean cerca de cien estados en el mundo. Formas que van desde la lapidación, la decapitación, el ahorcamiento y el fusilamiento -aún vigentes en muchos países- hasta los más modernos, humanitarios y civilizados, que se emplean principalmente en Estados occidentales, tales como la inyección letal, la silla eléctrica y las cámaras de gas. Estas últimas formas están estrechamente vinculadas al proceso de desarrollo científico y tecnológico del mundo occidental, en especial de la Alemania Nazi y de los Estados Unidos de Norteamérica. Claro que existen otras fórmulas, quizá más drásticas, pero asimismo más efectivas: Hiroshima, Nagasaki y Chernobyl nos las preludian. Dando continuidad a los análisis de Freud expuestos en El Malestar en la Cultura, Theodor Adorno denunciaría precisamente cómo la civilización engendra por sí misma la barbarie. También el orgulloso racionalismo occidental devino máquina de muerte; el irresistible ascenso del fascismo no se presentó como un vestigio de lo arcaico en el hombre, sino como el lógico desenvolvimiento de la más moderna razón instrumental y empresarial.

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Fue en los campos de concentración y de exterminio, administrados por los nazis donde mejor se exhibió el fundamento de la racionalidad capitalista; allí se organizó como un proceso de producción el asesinato masivo, sustentado en lo que tan apropiadamente denominara Hannah Arendt la banalidad del mal, es decir, aquella condición de pérdida de todo juicio moral y de toda autonomía por parte de unos burócratas encargados de dar y de cumplir las órdenes de muerte y exterminio, ocultos tras el manto protector de la debida obediencia pero en todo caso mostrando la enorme eficiencia de genocidas y el gran rendimiento de sus equipos y tecnologías, como la de los hornos crematorios instalados en serie para que la pena de muerte, eufemísticamente denominada la solución final y dictada contra las minorías étnicas y los opositores políticos, generase también alguna rentabilidad, tal como lo exige la moderna administración empresarial, en este caso la empresa de la muerte. Por eso se estableció todo un sistema de reciclaje que permitía la recuperación de alhajas, vestidos y hasta los cabellos y las piezas dentales de las víctimas del holocausto, ya que así lo reclama el proceso de circulación de toda mercancía bajo el modo de producción capitalista.

Hoy el “debate” en torno a la justificación o condena a la vigencia y aplicación de la pena de muerte existe en realidad entre dos concepciones de la vida y de la cultura diametralmente opuesta e irreconciliable. Debate que se encuentra bellamente expresado en la confrontación sostenida entre el General franquista Millán Astray, famoso porque todos sus discursos los concluía con la consigna ¡Viva la muerte!, y Don Miguel de Unamuno, Rector entonces de la Universidad de Salamanca, claustro al que, revólver en mano, irrumpió el General Astray con su frase de ¡Viva la muerte! A lo cual respondió imperturbable el maestro Unamuno: “Acabo de oír el necrófilo e insensato grito de Viva la muerte. Y yo que me he pasado la vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El General Millán Astray es un inválido... También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor”. Millán Astray no se pudo contener y gritó ¡Abajo la inteligencia, viva la muerte!, y Unamuno le espetó: Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Poco tiempo después Unamuno moriría en el año de 1936 en plena guerra civil española.

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